INCÓMODOS
CONTRATIEMPOS
(Pilar Blázquez Gómez, Madrid)
Firmó la pena de muerte y los nervios le
traicionaron. De un manotazo, el general había volcado el tintero sobre el
escritorio y un reguero negro se filtró rápidamente entre las vetas de la
madera. Así apareció en el tablero la indigna mancha que, durante más de veinte
años, le ha perseguido cada vez que ha condenado el destino de sus enemigos.
Adoraba aquella mesa de elegante estilo chippendale que, tras el golpe
de estado, usurpó al derrocado presidente; y aunque le dolieron los daños
causados en ella por el temblor que agitó su mano al firmar la condena de un
amigo, en seguida se sobrepuso.
En su código de autócrata nunca hubo
perdón para la traición y el general interpretó que el destino había elegido
para recordárselo, aquella mancha de tinta que deslucía su mueble más preciado.
Por ello, ese día lejano y para evitar incómodos contratiempos que pudieran
volver a ajar el lustre del nogal, el general tomó tres sencillas precauciones:
desechó la estilográfica por el bolígrafo, protegió el tablero del escritorio
con una gruesa lámina de cristal y, por supuesto, nunca más volvió a titubear
al firmar una condena a muerte.
LA
PIANISTA
(Ángel Fabregat
Morera, Belianes, Lleida)
Aina, una concertista de piano polaca y
judía, amiga de Władysław Szpilman, fue apresada durante una de sus clases y
confinada en el gueto que en su ciudad natal, Varsovia, habían creado los
invasores alemanes. Más tarde fue conducida al campo de concentración de
Auschwitz. Un día, una compañera de litera dibujó el teclado de un piano sobre
una tabla de madera y desde entonces, cada noche ofrecía un concierto a las
otras presas. Una temporada incluso lo hizo con los dedos de las manos rotos.
Se los rompieron durante una represalia. Solían escuchar a Chopin, siempre en
silencio, con los ojos cerrados.
ECOS
DE LABRANZA
(Juan
de Pano Maynar, Binéfar, Huesca)
El runrún de
los tractores roturando el yermo de la besana sonaba en su cerebro como
instalado entre sus pliegues desde siempre, tan persistentemente rítmico y con
timbres de eco tan familiar que parecía formar parte de él mismo. Llevaba largo
rato inmóvil escuchando, asumiendo como propio el vago retumbar de aquel eco
repetido que anulaba cualquier otra percepción de sus sentidos.
Quiso girar
su cuerpo, pero notó que algo se lo impedía a ambos costados. Sus manos,
entumecidas sobre el abdomen, desobedecían su intento de separarlas. Cuando
logró abrir levemente sus párpados, se dio cuenta de que estaba a oscuras.
Ahora, su
respiración más firme y entrecortada le indujo a pensar que el aire estaba
viciado. Dobló una de sus rodillas intentando incorporarse, pero topó con algo
rígido que se lo impedía. Su brazo derecho, libre al fin, golpeaba insistente
hacia arriba sin acabar de estirarse… Más tarde, millones de segundos más
tarde, escupía, acre y dulce, la sangre que le caía en los labios de sus dedos
descarnados, arrancadas las uñas en su esfuerzo por arañar la madera que le
cubría.
Arqueó el
pecho, inclinó hacia atrás su cabeza y robando por la nariz el poco oxígeno que
le quedaba, aunó sus fuerzas en un último grito que quedó ahogado en el
monocorde runrún, rítmico y familiar, de los tractores que estaban labrando a
cielo abierto la besana.
CONCIERTO
(Ulyses Villanueva
Tomás, Alpedrete, Madrid)
El director levanta los brazos como
si fueran las alas de un albatros a punto de alzar el vuelo. Mira severamente a
sus músicos en ese silencio anterior a la coherencia filarmónica, a ese
engranaje perfecto de sonidos y sentimiento. El público que abarrota el patio
de butacas espera con la expresión contenida, indiferente al mundo que sucede
fuera del auditorio. La luz va desapareciendo lentamente creando una tenue
atmósfera sobre el escenario. Sin embargo, el director ha encontrado una
postura perfecta, la batuta asida poéticamente con su mano derecha y la
izquierda sostenida ingrávida en el vacío. Permanece así durante las dos horas
que dura el silencioso concierto. Al terminar, baja los brazos ya algo cansados
y el público estalla en una muda ovación de manos que no llegan a chocar entre
sí al aplaudir.
AMULETO
(Eloy
Serrano Barroso, Madrid)
Mi madre conservaba en alcohol el
cordón umbilical de todos sus hijos. Decía que esa era la mejor forma de
prevenir “el mal de ojo”. Los guardaba en botes de cristal, con una etiqueta de
identificación pegada en la tapa, y parecían lombrices muertas y retorcidas,
absolutamente repugnantes. Yo siempre me había reído de esa superstición, pero
cuando tuvimos que liquidar la herencia familiar y nos encontramos los botes
cubiertos de polvo junto a esos otros cachivaches que la vida va arrumbando, yo
no pude, como fue mi primera intención, deshacerme del mío. Y desde entonces me
acompaña en los largos viajes y en las mudanzas porque, por irracional que
parezca, siento que es esa piltrafa lo que me mantiene unido al mundo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario